La vida que ahora se denomina virtual (o digital, o redística) se reduce a una comunicación casi sin límites de uno mismo consigo mismo. Una consecuencia poco deseable, pero completamente inevitable, es la transparencia que se le otorga a ese yo: primero, deseable; después, misterioso; más tarde, criticado; finalmente, aburridísimo.
Escribir no es algo consustancial a este yo moderno de internet. Se escribe desde hace milenios. Y se continuará haciendo. Pero las redes permiten escribir de forma egocéntrica, fingiendo originalidad, y con narcisista adoración de uno mismo. incluso permiten escribir no con palabras impresas sino con fotografías, vídeos, dibujos o cualquier cosa que uno sienta como genuina herramienta de expresión. Pero la cosmética virtual que se usa sigue siendo la de un yo que comunica su experiencia creyendo que interesa a alguien, cuando sabido es que la experiencia ajena (que suele ser la misma en todos) es lo más aburrido que existe. Eso no quita que mucha gente viva rodeada de miles de fanáticos, seguidores o influidos (y, en algunos casos, por esotéricas derivaciones de la economía, con suculentos ingresos).
El aristocrático salón literario antecedió al café literario, y este a las redes actuales. Es el lazo histórico entre el escritor moderno y lo virtual. El café literario, ya casi extinto, proveyó durante casi dos siglos un nombre literario a quien pusiese suficiente empeño en ser escritor. Se trataba de un espacio público, de libre intercambio de ideas sin necesidad de compromisos ulteriores. La red, como el café, no obliga a exhibir obra acabada alguna, lo cual garantiza poder convertirse en escritor sin necesidad de escribir siquiera un par de cosas exigentes. Basta con tener un aspecto extraño en algún sentido y ser capaz de emplear la voz —o el baile o lo que sea. De aquellos cafés de antaño surgieron en Francia figuras como Rimbaud o Baudelaire, pero también Tristan Corbière, Gustave Kahn, Jules Laforgue, Jean Moréas o Albert Samain. De las redes de hoy se desprenden infinidad de nombres, algunos de ellos recogidos por las editoriales, pero todos acabarán justamente olvidados en el tiempo.
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